Y de pronto mis ojos se llenaron de lágrimas. Me emocioné cómo hacía tiempo no me pasaba, tenía en mis manos una calabaza, podía sentir en mi piel su textura, su peso, y ver con mis ojos su color aún manchado por la tierra que la hizo carne.
Y me emocioné.
Un cúmulo de sensaciones atravesaron mis energías, me vi cavando la tierra para preparar el compost, sembrando semillas para armar mi propia huerta, me vi regándola cada tarde de verano con mi mujer y mi hija, retirando los yuyos, las malezas, alegrándonos con cada brote, con cada flor, con cada rizoma.
Los días trajeron sus frutos, tomates, albahacas, romero, lechuga, varias calabazas. Y justo esta semana, en la que supe que un dinero que esperaba no llegaría, cuando el mes se aproxima a su final y llegan las cuentas con sus vencimientos marcados, esa calabaza que sostenía en mi mano sería el alimento mío y de mi familia.
Le di gracias a la tierra antes de cortarla, de hecho, fue como si se soltara ella misma de la planta, como si desde el suelo saltará a mis manos que con amor y gratitud la recibían.
La mitad de ella está en la olla, la otra mitad quedará para otra comida.
Con respeto y con cariño fue lavada, fue pelada, cortada y está siendo hervida, su piel (también llamada cáscara), volvió a la tierra, para que sus nutrientes sean abono donde crezcan nuevas vidas.
Ale Flores
24 de marzo de 2022
La Merecida
Living
Con Lola y Uma
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